El palacete de mi derecha era, observado desde cualquier ángulo, un inmenso caserón, la perfecta imitación de un Hotel de Ville de algún pueblo de Normandía, con una torrea un lado, tan nueva que relucía bajo una barba muy delgada de hiedra silvestre, cuarenta cuadras de jardines y prados, y una piscina de mármol. Esa era la mansión de Garsby.
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