27.8.21

Los tres mosqueteros (Alejandro Dumas, 1844)


 Pero, a fin de cuentas -prosiguió Porthos-, ¿quién es esa Milady?

Una mujer encantadora -dijo Athos degustando un vaso de vino espumoso- que ha tenido bondades con nuestro amigo D´Artagnan, que le ha hecho no sé qué perfidia que ella ha tratado de vengar hace un mes tratando de hacerlo matar a disparos de mosquete, hace ocho días tratando de envenenarlo, y ayer pidiendo su cabeza al cardenal.

¿Cómo? ¿Pidiendo mi cabeza al cardenal? -exclamó D´Artagnan, pálido de terror.

Eso es tan cierto -dijo Porthos- como el Evangelio, lo he oído con mis dos orejas.

Yo yo también - dijo Aramis.

Entonces -dijo D´Artagnan dejando caer su brazo con desaliento-, es inútil seguir luchando más tiempo; da igual que me salte la tapa de los sesos, todo está terminado.

Es la última tontería que hay que hacer -dijo Athos-, dado que es la única que no tiene remedio.

El tulipán negro (Alejandro Dumas, 1850)


 Holanda era el país de las fiestas; jamás naturaleza más perezosa desplegó más ardor riente, cantante y danzante que la de los buenos republicanos de las Siete Provincias con ocasión de las diversiones.

Es verdad que los perezosos son, de todos los hombres, los más resistentes al cansancio, no cuando se ponen a trabajar, sino cuando se dedican con alegría al placer.

1.8.21

La última causa perdida (Moonlight Mile, Dennis Lehane, 2010)


 Se quedó mirándome fijamente, con la boca abierta y los ojos entornados.

   - Nos contrataron tus padres, cretino de mierda. Supusieron que acabarías por hacer alguna memez porque, en fin, Brandon, eres un memo. El pequeño incidente de hoy debería confirmar sus peores presagios.

   - No soy un memo -se defendió-. He ido a la universidad.

En vez de una docena de respuestas sarcásticas, lo único que me vino fue una oleada de agotamiento.

Así era mi vida en esos tiempos. Así.

Daisy Miller (Henry James, 1878)


 No me importa si tengo o no la fiebre romana -dijo Daisy en un extraño tono. En ese mismo instante el cochero, restallando el látigo, hacía arrancar el coche sobre el irregular empedrado.

El Gran Gatsby (Francis Scott Fitzgerald, 1925)

 


El palacete de mi derecha era, observado desde cualquier ángulo, un inmenso caserón, la perfecta imitación de un Hotel de Ville de algún pueblo de Normandía, con una torrea un lado, tan nueva que relucía bajo una barba muy delgada de hiedra silvestre, cuarenta cuadras de jardines y prados, y una piscina de mármol. Esa era la mansión de Garsby.

Deshoras (Julio Cortázar, 1983)


 Vos sabés muy bien lo que pasó, para qué te voy a contar, las tres primeras vueltas de Giardello más veloz y técnico que nunca, la cuarta con Ciclón aceptándole la pelea mano a mano y poniéndolo en apuros al final del round, la quinta con todo el estadio de pie y el locutor que no alcanzaba a decir lo que estaba pasando en el centro del ring, imposible seguir el cambio de golpes más que gritando palabras sueltas, y casi en la mitad del round el directo de Giardello, Ciclón desviándose a un lado sin ver llegar el gancho que lo mandó de espaldas por toda la cuenta, la voz del locutor llorando y gritando, el ruido de un vaso estrellándose en la pared ante de que la botella me hiciera pedazos el frente de la radio, Ciclón nocaut, el segundo viaje idéntico al primero, las pastillas para dormir, qué sé yo, las cuatro de la mañana en un banco de alguna plaza. La puta madre, viejo.

El infinito en un junco (Irene Vallejo, 2019)


El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí.